Japón ha emitido una advertencia inusualmente severa a sus ciudadanos en China: evitar concentraciones, mantener la discreción y cuidar su comportamiento en público. El comunicado de la embajada nipona en Pekín refleja el deterioro súbito de las relaciones bilaterales tras las polémicas declaraciones de la primera ministra Sanae Takaichi sobre Taiwán.
Pekín respondió prometiendo “proteger la seguridad de los extranjeros” en su territorio, pero acompañó esa afirmación de una nueva protesta formal contra Tokio. La tensión se ha tornado en una disputa sobre soberanía, disuasión y poder en el Pacífico que ya trasciende las palabras.
El origen del choque apunta a Takaichi, recién investida y símbolo del nuevo nacionalismo japonés, sugirió que Japón podría intervenir militarmente en caso de una agresión china contra Taiwán, si tal escenario representara una “amenaza existencial” para la nación. Pekín, que considera la isla parte inalienable de su territorio, calificó esas palabras de “falaces” y ordenó convocar de inmediato al embajador japonés.
Lo que siguió fue una cadena de fricciones sin precedentes en dos décadas. Desde el consulado chino en Osaka, Xue Jian, conocido por su retórica agresiva, publicó en la red X un mensaje inflamatorio: “Hay que cortar ese sucio cuello”, aludiendo directamente a la mandataria nipona. El texto fue borrado en pocas horas, pero el daño simbólico ya estaba hecho. Tokio protestó formalmente, mientras los portavoces chinos evitaban condenar al diplomático. El lenguaje ha cruzado un umbral que ni siquiera en los años más duros de la rivalidad por las islas Diaoyu/Senkaku se había alcanzado.
El deterioro de los canales diplomáticos ha tenido consecuencias inmediatas en la economía y la sociedad civil. Medios estatales chinos anunciaron la suspensión del estreno de dos películas niponas, Crayon Shin-chan: Super Hot! y Cells at Work!. “Los comentarios provocadores de Tokio afectan a la percepción del público chino”, advirtió el diario oficial China Film News. La reacción del mercado fue instantánea, ya que las aerolíneas niponas reportaron la cancelación de más de medio millón de billetes procedentes de China, y el índice Nikkei se desplomó más de un 3 %.
A ello se sumó otra señal de fractura estratégica. Esta semana, el Ministerio de Defensa japonés confirmó la retirada del sistema de misiles Typhon de Capacidad de Alcance Medio (MRC), que Estados Unidos había desplegado en la base de Iwakuni, prefectura de Yamaguchi. Con un alcance de 1.800 kilómetros, la plataforma era capaz de lanzar misiles Tomahawk y SM-6, alcanzando potencialmente Pekín o Shanghái. El repliegue —ordenado apenas semanas después de la instalación del sistema— marca otro giro brusco en la dinámica de disuasión regional.
Para el Pentágono, la medida puede interpretarse como un intento de reducir la escalada táctica tras las protestas simultáneas de Pekín y Moscú por el despliegue del Typhon. Sin embargo, en ámbitos estratégicos de Washington se lee como una pausa operativa, una redistribución preventiva de medios ante el riesgo de desbordamiento político.
Esa frase ha reconfigurado el debate sobre defensa y ha colocado a Takaichi en el eje de una nueva doctrina de poder japonés, menos dependiente del paraguas estadounidense y más dispuesta a articular su disuasión autónoma. Pero el minuto geopolítico es peligroso. China controla gran parte del suministro mundial de minerales críticos, esenciales para la industria automotriz y de semiconductores japonesa. Una represalia económica —como restricciones en exportaciones o inspecciones regulatorias— podría golpear el corazón industrial de la tercera economía mundial.
Desde Tokio, el portavoz Minoru Kihara reconoció que la advertencia a los ciudadanos japoneses en China responde a una “evaluación integral de la situación política, de seguridad y social”. Eso incluye la creciente oleada de sentimiento antijaponés en redes chinas, amplificada por la censura selectiva de Pekín. Los diplomáticos nipones en la capital china recomiendan evitar discusiones políticas y “respetar las costumbres locales”, en una sutil pero inequívoca admisión de vulnerabilidad.
La sociedad japonesa observa con inquietud. Para parte del establishment político, esta crisis confirma que la coexistencia pragmática con China ha entrado en un punto de inflexión. Para Pekín, en cambio, la figura de Takaichi encarna una “desviación revisionista” empujada por Washington para debilitar la política de “una sola China”. La narrativa nacionalista china revive los fantasmas históricos de la agresión japonesa del siglo XX, mientras la propaganda estatal refuerza la idea de un Japón rearmado bajo tutela norteamericana.
El presidente Donald Trump, de vuelta en la Casa Blanca, ha elegido mantenerse en el doble filo que domina su estilo: un gesto de apoyo rotundo a Japón y una insinuación de que el Indo-Pacífico debe “resolver sus propios problemas”. Su visita a Tokio la semana pasada dejó frases calculadas: “Cualquier favor que Japón necesite, estaremos ahí.” Palabras que suenan tanto a respaldo como a advertencia.
En los mercados, las señales son inequívocas: Turismo, comercio y finanzas sienten el golpe. Las interdependencias entre ambas potencias —que se ven desde los flujos turísticos hasta las cadenas logísticas de semiconductores— convierten cualquier gesto diplomático en una palanca económica. En los despachos de política exterior, la noción de “vulnerabilidad asimétrica” ha regresado al léxico habitual.
China repite que “no busca la confrontación”, pero las fuerzas en el terreno parecen marchar en dirección contraria. Patrullas conjuntas de guardacostas en torno a las islas disputadas Diaoyu/Senkaku, la suspensión de foros bilaterales y el repliegue simbólico del Typhon componen un cuadro que apunta a que la contención asiática se está resquebrajando.



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